sábado, 4 de abril de 2009

El Profeta

El profeta vestía traje de rayas. Era un profeta obeso, de piel oscura y brillante, con pelo teñido y gafas de diseño. El profeta se paseaba continuamente, mientras abotonaba su chaqueta y giraba rítmicamente el cuello. Cuando el profeta no paseaba, se sentaba en su silla azul de oficina y contemplaba prostitutas en su monitor. Las prostitutas le saludaban desde el otro lado de la pantalla, le provocaban con poses obscenas, sacaban sus lenguas húmedas y abrían sus piernas sin pudor, mostrando el negro interior de sus almas. Entonces el profeta se estremecía, se encorvaba ligeramente y un espasmo relampagueaba en su brazo derecho. Y a continuación se movía suavemente hacia delante, y hacia atrás, y hacia delante, y hacia atrás sobre su trono azul con ruedas, como si así pudiera traspasar la pantalla y fundirse con aquellas muchachas. Cuando cesaba el movimiento el profeta pasaba un pañuelo blanco de algodón sobre su frente y retiraba delicadamente los restos de sudor, lo doblaba con precisión y lo introducía de nuevo en el bolsillo. Y entonces profetizaba. Era una profecía interior, queda, silenciosa, que crecía dentro de su cuerpo hasta estallar en su cabeza. Una profecía que sólo el podía escuchar, una profecía de la que el mismo era receptor y emisor. Una profecía que le decía que aquella prostituta sería suya ese mismo día, que por fin estaría junto a ella sobre una sabana desechable, que aquellas manos al otro lado de la pantalla le lavarían en un bidé demasiado estrecho bajo una luz tenue de tonos anaranjados. Y la profecía siempre se cumplía. De una forma u otra siempre se cumplía. Y una vez cumplida el profeta se vestía lentamente, marcando los tiempos, mientras la dignidad regresaba a su cuerpo desde la sabana desechable que yacía sobre la cama, llena de surcos y pliegues, emanando un intenso olor a falsa pasión comprada.